Cualquiera de los millones de turistas que visitan Cataluña --incluso aquellos que únicamente tienen ojos para Gaudí, Dalí, el pan con tomate y las rebajas de Zara-- se da cuenta de que muchos balcones tienen izadas banderas con cuatro barras y una estrella. Cuando me preguntan sobre ellas o sobre la hipotética independencia de Cataluña a la que esas banderas estelades hacen referencia, confieso que mi primer impulso es escurrir el bulto. ¿Cómo explicarles en pocas palabras un sentimiento que ha venido creciendo y gestándose en los últimos quince años sin amargarles las vacaciones a gente de paso que aspira a broncearse, visitar catedrales y comer condenadamente bien? ¿Cómo hacerlo de una manera objetiva que explique no sólo las razones de la existencia de esas banderas sino los motivos por los que mucha gente, entre la que me incluyo, no las ponemos?
Porque eso que para ellos es solo un elemento folclórico, que olvidarán en cuanto deshagan las maletas al volver a casa, para mí y para mucha gente como yo es un proceso ("procés") que venimos soportando con estoicismo teñido de estupor durante ya más de tres lustros. Explicar lo ocurrido en los últimos tiempos en esta parte de España es tan difícil como explicar las mareas a alguien que nunca ha visto el mar, y por eso no voy siquiera a intentarlo. Pero sí quiero explicar cómo nos sentimos aquellos que no compartimos esa aspiración de tener un Estado propio (¡con la que está cayendo en Europa y en el mundo!), los que nos sabemos y sentimos catalanes pero no tenemos ninguna necesidad de poner una bandera en el balcón, los que estamos siendo barridos, silenciados y eliminados del espacio público porque no nos sumamos a esa corriente que amenaza con enquistarse en un estado de malestar sin fin.
¿Debimos hablar alto y claro antes? Por miedo a que nos llamaran fascistas o españolistas, unionistas o peperos hemos acabado de comparsas de un espectáculo lamentable y peligroso
Una de las razones por las que aquellos que no vemos por ningún lado la necesidad de la independencia --me atrevería a decir que más de la mitad de la población de Cataluña-- no nos hemos pronunciado es porque nunca creímos que este debate fuera a llegar muy lejos y confiamos en que unos pactos razonables se llevarían a cabo aunque fuera a trancas y barrancas. Pero nos hemos quedado atrapados entre los desafíos soberanistas encaminados indefectiblemente a buscar el martirologio y la sordera del Gobierno central. Nuestro silencio ha sido interpretado equivocadamente como un consentimiento tácito. Hoy somos súbditos de un Govern que tiene planes que no cuenta para romper con un Estado del que legítimamente forma parte y nuestro silencio está henchido de estupor, pena y enfado: somos rehenes de lo que la politóloga Elisabeth Noelle-Neumann llamó la "teoría de la espiral del silencio”. Nos hemos visto arrastrados por una corriente de opinión que no compartíamos, transmitida machaconamente por los medios de comunicación y, si me apuran, desde la escuela, y no supimos manifestar a tiempo lo que sentíamos y pensábamos. ¿Cómo acabará todo esto?, nos preguntamos.
¿Debimos hablar alto y claro antes? Por miedo a que nos llamaran fascistas o españolistas, unionistas o peperos hemos acabado de comparsas de un espectáculo lamentable y peligroso. Estamos en el entreacto, y quién sabe lo que nos deparará el segundo acto. Que pasen un feliz verano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario