miércoles, 26 de octubre de 2016

PUBLICADO EN EL PAÍS.   "LA CORRUPCIÓN, SÍ, PERO ¿HAY ALGO MÁS?"
FÉLIX OVEJERO.
Podemos abandonó hace tiempo la aspiración a construir un proyecto nacional. Ha asumido el extravagante supuesto, que tanto ha contribuido al declive de los socialistas: la igualdad de todos es compatible con el nacionalismo La nueva política ya lo es menos. Quizá es tiempo de balance. Entre los materiales regeneracionistas que puso en circulación la corrupción es el más aureolado. Parece insuficiente para otorgar perfil político. Ningún programa defiende la corrupción y la virtud poco significa en boca del nunca tentado. En su presentación común, el mensaje se reduce a un “nosotros somos buenos y ustedes no”. Una superioridad moral que malbarata el debate democrático: no cabe discutir si negamos a los otros un trato honrado con sus ideas. La réplica en su investidura de Rajoy a Iglesias desnudó la menesterosa calidad de esa convicción. En realidad, a estas alturas corremos el riesgo de que el autocomplaciente moralismo nos exponga a otra patología todavía peor, la hipocresía. Por lo demás, pocas novedades en lo importante. Podemos abandonó hace tiempo la aspiración a construir un proyecto nacional, esto es, coherente y compartido, y, por necesidad o por vocación, solo o en compañía, ha asumido el extravagante supuesto que en dosis homeopáticas ya habían practicado los socialistas y que no es ajeno a su declive: la igualdad de todos es compatible con el nacionalismo. Ahí está Colau comprometida con el meollo independentista: Cataluña constituye una unidad de soberanía basada en la identidad cultural. Traducido: los catalanes, porque somos distintos, tenemos que pensarnos si distribuimos y decidimos con los demás. La comunidad política sostenida en la identidad y el abandono de la unidad de justicia distributiva. Desmontar un país y luego, si acaso, volver a montarlo. Con esos mimbres, repetidos en diversa intensidad aquí y allá, se puede entretener una asamblea universitaria pero no levantar un proyecto para gobernar. La historia es la de estos años, la superstición de la tercera vía. Porque no hay que engañarse: el problema territorial es el resultado de aplicar las políticas que se presentan como solución al problema territorial. Repetirlas garantiza su ahondamiento. Nadie remansa un conflicto cuando su peor resultado es preferible a su situación actual. Su estrategia ganadora está clara: alentar las turbulencias para negociar en mejores condiciones. No hace falta un doctorado en teoría de juegos para saber que ese dilema solo se rompe cambiando la retribución de las alternativas, transmitiendo que, subidas las apuestas, todo es posible, no solo el empate o la victoria, sino también desandar camino. Lo hizo Blair y también nosotros, con la ley de partidos políticos. Ciudadanos puede defender la eficacia, frente a la derecha, y la igualdad, frente a la izquierda La vieja política estaba instalada en esta perversa dinámica. Nuestro peculiar diseño institucional allanaba el camino a la dejación ante el nacionalismo. Unas veces ganaba el PP, otras el PSOE y siempre los nacionalistas. Aún peor. El PSOE, a contrapelo de lo que cabría esperar de la izquierda, siempre estaba dispuesto a instalarse en una mudadiza equidistancia entre el PP y los nacionalistas. La secuencia, repetida una y otra vez, tenía un límite absoluto: la ruptura de la soberanía. Ese paso nadie parecía dispuesto a darlo. Hasta ahora. Lo que antes se hacía por necesidad y desidia ahora se quiere hacer por convicción. Tanta que a medio plazo puede acabar con Podemos por fragmentación. Ciudadanos era otra historia. Nació en nítida oposición al nacionalismo, producto de la decepción ante el tripartito del PSC, que había comprado —y vendió al PSOE— el diagnóstico de que nuestro reto político fundamental no es la construcción de una sociedad de ciudadanos libres e iguales sino la convivencia entre compactos pueblos dotados de identidades competitivas. Las desigualdades no solo constituían un problema menor, sino que incluso para algunos, asimétricos, eran la solución al recreado problema territorial. No hay mejor prueba de esa perturbación que las defensas de un concierto fiscal que, de facto, se traduce en privilegios, sobre todo cuando invocan derechos históricos. Privilegios e identidad. Una izquierda reaccionaria. En esas circunstancias, la higiene conceptual, sin estridencias patrioteras, cultivada por Ciudadanos, le permitía situarse en el eje de la política nacional, una ubicación distinta de la quimera del centro. Podía defender la eficacia, frente a la derecha, y la igualdad, frente a la izquierda dedicada a recrear diferencias. La eficacia, por ejemplo, en sanidad. Un sistema único evitaría los problemas de coordinación (vacunas, tarjetas sanitarias) y costes (negociación en compras, economías de escala) de los 19 actuales. Y la igualdad, pues parece razonable que un español acceda a un trabajo según su competencia sin ser discriminado por circunstancias irrelevantes para la tarea a desempeñar. En ese sentido, la exigencia del conocimiento de una lengua distinta a la común atenta contra la igualdad y también contra la eficacia, al excluir a ciudadanos competentes. Desde ahí cabía configurar un Estado de bienestar sin aspavientos. El PSC buscó el voto convergente y acabó intoxicado por el relato nacionalista Ciudadanos, que promovió esas ideas en Cataluña, con su paso a la política nacional estaba en condiciones de explorar un territorio virgen: una izquierda crítica con el nacionalismo y comprometida con lo que, en ecosistemas académicos, se llama liberalismo igualitario. El proyecto, además, no procedía de ninguna “caverna mesetaria” sino de una Cataluña en la que el uso del lenguaje constitucional transmitía la limpieza intelectual de la Ilustración. Disponía, de entrada, de la mitad del mercado: al otro lado quedaban todos, incluido un PP deudor de las miradas ajenas, promotor de tantas terceras vías —incluido Aznar— como los socialistas. Las cosas no parecen caminar por ahí. El afán de aparecer como un partido sensato y, quizá, la deprimente confirmación de la indiferencia general ante el secesionismo parecen haber conducido a reordenar prioridades. Un error serio. A pesar de lo que sostienen los populismos, las preferencias de los ciudadanos no son independientes de las ofertas y los argumentos políticos. La responsabilidad política consiste en desplazar el foco pedagógico, en dirigir la atención a los problemas compartidos, especialmente cuando afectan a la igualdad entre ciudadanos. No deberíamos olvidar la deprimente trayectoria del PSC: convencido de que los otros catalanes eran suyos, buscó el voto convergente y, en lugar de encauzarlo en un guion constitucional, acabó intoxicado por el relato nacionalista. Cuando uno “se abre a todas las sensibilidades” es normal perderse en el camino. En su desnortamiento arrastró a la izquierda española, que no entendía pero que, como quería creer, acabó creyendo. Y así estamos, con un PSOE cada vez más parecido al PSC en sus apuestas y en sus debacles. Tan triste historia es el único sentido reconocible de la vacua fórmula “vieja política”.
Esperemos que la “nueva” no comience por repetirla. Detrás no queda nada.
FÉLIX OVEJERO. PUBLICADO EN EL PAÍS.
 Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar La seducción de la frontera (Montesinos).

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