domingo, 14 de julio de 2019

NO ES UN CUENTO,  SON RECUERDOS DE HACE 10 AÑOS.


En el pueblo de Sant Pol, limítrofe con Calella en El Maresme, había un viejo café con grandes puertas acristaladas de pequeños cuadros de colores que, según las horas del día y la luz solar, cambiaban el aspecto del interior, creando fantasías ópticas. El tiempo se había detenido en las mesas que antaño conocieron las manos callosas de pescadores, campesinos, obreros de la fábrica de tintes y carreteros.
Siempre que voy a Sant Pol paso por el café Dorado, así se llama. Me gusta sentarme a cualquier hora del día o de la noche porque, aunque la clientela actual sea diferente a la de antaño, y multiforme- trabajadores del turismo, turistas distraídos de verano, bandas de jóvenes, parejas, dependientes...,- lo cierto es que en sus paredes y mostrador nada ha cambiado. El billar parece un cuadro de Van Gogh en la penumbra. Me siento al lado de una ventana y contemplo pasar a la gente intentando recordar cómo era aquella otra gente de 1956, el año en que el 2 de febrero, la Candelaria, empezó a helar y durante ocho días la temperatura no subió de los cero grados, matando plantas, árboles, no quedó un solo algarrobo en una comarca tan poblada de ellos, rompiendo cañerías, paralizando, en definitiva, la vida activa. Yo estuve por primera vez en aquel café. Habíamos venido en tren de Calella un grupo de amigos y compramos pan, anchoas, guindillas picantes, olivas y merendamos con todo ello en una mesa del café. Nos sirvieron vino y carajillo. Combatíamos el frío con calorías y juventud, agradeciendo que el frío que lo arrasaba todo nos permitiera estar juntos sin nada que hacer.
Pero ya entonces me fijé en un viejo reloj de pared que presidía la barra y en el que las agujas habían cambiado su orden: la pequeña marcaba los minutos, la larga las horas. Bien mirado es razonable ya que una hora es más larga que un minuto. O así me lo parece ahora. Ya en 1956, dios santo, han transcurrido 50 años, me pasé, aquella tarde helada y otras tardes y noches, horas y horas repartiendo mi pereza entre la contemplación del reloj y el seguir distraídamente el juego del billar. Algunas veces me ponía detrás de los jugadores de cartas.
Cuando he vuelto al cabo de muchos años he recobrado las viejas imágenes, no solo las que retengo del café, sino también, en un revoltillo,  las de mi casa de campo, con la chimenea en la cocina, la mesa grande cuadrada en el comedor, el chocolate a la taza espeso y dominguero; y ya más allá, para las tardes, el cine Ancora en el que nos poníamos morados de cacahuetes, avellanas y chufas durante las películas, dos y el No-Do. Más adelante, íbamos un amigo, una amiga y yo, omito nombres, y nos sentábamos en la última fila de arriba, la parte barata y más discreta. Con la amiga en medio y uno en cada lado, aprendimos las primeras nociones serias de anatomía humana. Ella nos traía y llevaba como si fuera una maestra aventajada. Me estoy apartando del relato que hoy me interesaba y si me pierdo por los meandros amorales nunca terminaré. Volvamos, pues, a lo nuestro.
Arriba en El Dorado había un salón de baile. Los domingos una orquestina empezaba con el pasodoble y terminaba con el vals. Un saxofón, un violín y un piano eran suficientes para crear un mundo de movimiento e ilusión. Todavía suenan en mis oídos "El gato montés", "La barcarola", "Bésame mucho", "Dos gardenias"... Yo estuve allí y guardo los momentos. Viven en mí, personas, paisajes, pequeños hechos que no cambiaban nada. He sido testigo de la existencia del tiempo. He sobrevivido junto al reloj de agujas cambiadas y, ahora, mirando hacia atrás, siento el vértigo del paso del tiempo, hago balance, no abandono el pensamiento, ni el recuerdo, ni la nostalgia. No renuncio al futuro y, sobre todo, vivo el presente. "Reloj, detén tu camino/ porque mi vida se apaga/ ella es la estrella que alumbra mi ser/ yo sin tu amor no soy nada. //Detén el tiempo en tus manos/ haz esta noche perpetua/ para que nunca amanezca".....Con Lucho Gatica a vuestra disposición. 
Siento el paso del tiempo y he aceptado que no se puede parar. Hace mucho que lo descubrí y cuando cada mes veo el disco brillante de la luna como una linterna mágica pugnando por vencer las sombras, tomo una pequeña venganza al compararla con la luz y el calor del sol que alumbra y da vida. Pero no podré sustraerme nunca a esta sensación efímera que me embarga cuando la luna permanece, la misma luna que rocía de luz los cuerpos desnudos en las ventanas y que antes ha alumbrado el paso de Alejandro Magno por Asia, de Marco Antonio por Egipto, de Antonio Machado en su camino a la muerte en Colliure o, simplemente, las velas y remos de los humildes pescadores de sardinas del Mediterráneo.
La luna eterna, el reloj de agujas equívocas, un mostrador, un bolero, noches de baile en calles engalanadas con papel de colores. Luego, la seriedad de creerse un dios de la historia, el compromiso, la lucha, el despido del trabajo, la cárcel. Y el reloj continúa su ruta y la jodida luna se burla. Y siento que hay lugares que existen todavía y otros de los que solo queda un aire cansado en el ambiente. Esto es mi vida, no hay tristeza en ella, únicamente la vida. Quiero compartirla con vosotros y vosotras todo lo que sea posible y todo el tiempo que sea posible. Ofreceros como mi mejor presente retazos de vida, sueños, imágenes que fueron furtivas, sensaciones de que vuelve aquella mañana fresca en la que hemos visto salir el sol sentados en el chiringuito de una playa o acantilado, mientras el aroma del café humeante envolvía nuestra absorta mirada.
No hay moviolas ni se recrean realidades pasadas, pero sí existen emociones acumuladas y, muchas veces, frustradas, que son el dote de cada cual para compartir. Nadie está obligado a coger nada, o quizás sí. Me olvidaba de que solo era un relato de recuerdos en el que la realidad y la ficción, el pasado y el presente, se mezclan. Y que hay cosas bellas en la vida y otras que son casi sublimes. Quiero compartir las bellas y las sublimes para hacer del relato una parte de nuestra común historia.         

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