martes, 16 de julio de 2019

TENGO LA IMPRESIÓN DE QUE SE REPRODUCE LO PEOR. 

He recorrido este país de arriba abajo, he visitado otros muchos países aunque de forma más epidérmica. He conocido gentes diversas y, finalmente, he quedado prisionero de un patio interior, tanto en sentido figurado como real, con una pared blanca enfrente como el muro de un embalse, una parra nacida del cemento, sombrillas de la Coca Cola, mesas, sillas, arbustos sin personalidad, ventanas, galerías, todo construido con materiales de ordinaria sencillez, ya que así fue diseñado para los obreros y humildes que lo habitaron y así sirve hoy a las nuevas oleadas que, más exóticas, diferentes y plurales, comparten un espacio destinado a una masificación que anula los posibles rasgos de creación conocidos, aunque no está escrito que no puedan surgir otros. Porque el espacio, las gentes, ¿qué es todo esto si no hay nada emotivo que compartir, nada con que hacer correr las lágrimas de la emoción en común?
He visitado toda España de punta a punta, no me queda por conocer ninguna capital de provincia, ni casi ninguna ciudad importante por su censo o su belleza, o su historia de lucha o, simplemente, por estar al lado de la carretera por donde pasaba.
Y en todos los lugares, su gente, la que vive y trabaja, que es de derechas, de centro, de izquierda o de semi izquierda, o que pasa de casi todo lo que sea pensamiento colectivo, política, instituciones y que solo quiere ver cómo le arreglan las cosas o, incluso, que le arreglen lo suyo. Esas gentes, posiblemente mayoría, que sienten lo que ocurre más o menos intensamente, pero que llegan a la conclusión de que nada pueden hacer porque eso es cosa de los gobernantes y políticos, de los militares, de los curas, de los médicos y profesionales, y que sus deficiencias en todos los órdenes, fueron  culpa de las comadronas que equivocaron sus hatillos de niños desvalidos. 
Me he emocionado ante parajes y edificios. Una vez en Roma, contemplando La Pietá de Miguel Angel en El Vaticano, lloré ante tanta belleza sublimada en una figura pequeña. Es solo una muestra de que amo la belleza, la grande, la chica, la natural, la creada por la mano humana, pero que ante todo antepongo una relación, aunque muchas veces no sea cómoda ni agradable: la relación con las personas, la gente, los hombres y las mujeres que comparten mi aventura humana, mis dolores y dichas, mi casual incidente biológico. Trabajan, muchas veces con formas muy precarias y, en su mayoría, normalmente cobran poco, tienen penurias, a veces prosperan relativamente porque estamos en una sociedad de consumo que tiene que vender (en muchas partes es de no sumo), y hasta se revuelven y luchan algunas veces que se tiene que pelear para ganar algo o para que no te quiten lo ganado. Esos y esas son mis compañeros, mis camaradas, mis hermanos políticos, no solo biológicos. Con ellos he compartido muchas cosas, más de derrota que no de triunfo, pero siempre fraternalmente compartidas. Esta gente, en lo cercano, y la gente pobre y muy pobre y marginada, en lo cercano y lo lejano, es lo que me da coraje, me hincha las venas de sangre solidaria, me remueve la vergüenza, me impulsa a la búsqueda permanente de la dignidad. Son los míos, con minúscula, los que se mezclan en mi materia, los que exigen que piense y actúe con ellos, son la sal de la tierra.. 
Sí, ya sé que todo esto puede parecer muy retórico, poco prosaico, nada concreto ni útil, y bla, bla, bla..., pero es lo que siento y pienso desde un patio interior, real y ficticio, con un muro blanco de embalse, arbustos alicaídos, galerías y ventanas cerradas, mesas, unas recién nacidas en el asfalto y sillas y sombrillas de Coca Cola compartiendo los humos de los autobuses. Y sé que es difícil, por no decir imposible, convertir este panorama en campos de azucenas, en montes de espliego, en playas doradas, o en suaves ondulaciones marinas. Pero es lo que hay, y ningún chalet adosado, ninguna residencia o mansión señorial, ninguna suite imperial, acogerá mis palabras, mis pobres palabras, en sencillas hojas de papel. Ningún lugar embellecido por el consumo parasitario y rico acogerá mis suspiros de escepticismo, ningún hijo de puta altivo montado en la chequera evitará que ande por la calle o que pase por su lado con el desprecio de los que defienden sin complejos una austera y digna vida para todos.
Desde este patio interno retrato el barrio judío de Córdoba y bebo vino rojo en sus tabernas, paseo por Santa Cruz, camino de Triana, en Sevilla, subo al Albaicín en Granada; como pescaíto en El Palo de Málaga; zascandileo por El Tubo de Zaragoza, por Cunadevila en Gijón, por la plaza dorada de Salamanca, por El Micalet de Valencia, por la Plaza Mayor madrileña o por Las Ramblas de Barcelona. En ninguna parte soy extraño, en ningún lugar me siento forastero. Ni en el Trastevere, ni en el Barrio Latino, ni en El Malecón de La Habana, ni en Porto Alegre donde todavía me resuenan las voces primeras de hace 5 años en el primer clamor mundial contra la globalización capitalista que, visto lo visto en todas partes, se ha quedado en agua de borrajas. En La Plaza Roja actual me sentiría forastero, e incluso enemigo si coincidiera con algunos de los nuevos ricos mafiosos que campan a sus anchas por el mundo. Aquello fue un gran intento de construir algo nuevo, humano, digno, habitable y alegre para todas y todos. Fracasó en su primer intento, pero volverá el segundo aunque adopte otras formas que, seguramente, yo ya no veré, pero existirá un segundo. En el primer intento se hicieron cosas grandes, inteligentes, sensatas, revolucionarias, que crearon una mentalidad con nuevos principios y valores, los cuales a pesar de la destrucción posterior, en muchos casos aún no han sido extirpados de la mentalidad de muchas personas que los vivieron o que fueron educados en ellos. Pero el sentido posesivo del poder, la renuncia a compartir decisiones y la burocratización de las mismas en torno a la creación de cosas y servicios útiles y la correspondiente corresponsabilidad de toda la sociedad, ahogó el gran potencial científico, técnico, productivo y cultural de aquel inmenso y gran país, la Unión de Repúblicas Socialistas, que había iniciado su andadura para desarrollar la primera revolución de la historia orientada al socialismo, cortando la respiración a los malos de la tierra. Quizás aquí pasaría igual, si tenemos en cuenta la catadura moral de muchos de los personajes y personajillos de la llamada izquierda. Lástima de este fracaso inicial porque sus gentes, las de la URSS, lo pagan duramente y el resto del mundo también. Ahora Putin, el antiguo dirigente del aparato político y de espionaje comunista puede codearse y cambiar cromos con Bush, Obama o Trump, con un meapilas como Prodi, con una Merkel de diseño de escuela de formación profesional de la ex-RDA, con un Chirac o un Sarkozi flotando como el corcho, o con un Blair que empezó con sonrisa de Walt Disney y terminó con la mueca de Drácula al amanecer. O hacer también que Rusia juegue un papel muy positivo en Siria y en el mundo en la contención y control de la vertiente más criminal del imperialismo.
En resumen, con la desaparición de la URSS todo ha quedado más convulso, mezclado, miserable, mezquino y peligroso y ha impregnado hasta el último poro del tejido político y social. Un fenómeno español, europeo y mundial. En España parece que hay una carrera para demostrar quien es el más cretino y quien se cisca más en la posibilidad de una regeneración intelectual, moral y política.   

(Escrito hace unos años) 
    

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